Así lo vio él (VIII)

•marzo 20, 2012 • Deja un comentario

La procedencia, o el origen de todo aquello que existe ha sido tratado a través de los siglos en el ámbito filosófico, si acaso teológico. La ciencia es, en términos de duración, una tratante inexperta de este objeto de estudio, pero, debido a su método, incuestionablemente la más idónea para tratar estos temas.

La física, sobre todo el ala teórica de la ciencia, ha otorgado una visión más completa de la naturaleza, y ha facilitado la comprensión de los diversos fenómenos que nos rodean. Ha sido así porque se vale del poder demostrativo de las matemáticas para deducir lo que, a falta de una evidencia verosímil, se puede aprehender mediante el uso del intelecto. Eso, a mi parecer, vale más que un compendio semántico de palabras proferidas por algún filósofo, exégeta o teólogo de turno.

Pero las palabras siempre tendrán más poder, pues están al alcance de todos los mortales, aunque no deben ser tomadas como una consigna, como quien cree a ciegas, sino como una guía para alcanzar las conclusiones personales. De eso se trata esta sección, y así lo he reiterado con el paso del tiempo.

Las siguientes palabras las dijo Lawrence Krauss, físico teórico, y me gustaría compartirlas con ustedes, como para volver a poner en vigencia esta pequeña ramificación de mi blog, el cual me alegra que vuelva a funcionar.

Polvo de estrellas

Cada átomo de tu cuerpo proviene de una estrella que explotó. Y los átomos de tu mano izquierda probablemente provienen de una estrella diferente que los de tu mano derecha. Es, en realidad, la cosa más poética que conozco acerca del universo:

Todos somos polvo de estrellas.

Tú no podrías estar aquí si las estrellas no hubieran explotado, porque los elementos (el carbono, nitrógeno, oxígeno, todas las cosas que importan en la evolución) no fueron creados en el inicio del tiempo, sino que fueron creados en estrellas. Así que olvídate de Jesús. Las estrellas murieron para que tú pudieras vivir.

De la oposición

•marzo 13, 2012 • Deja un comentario

"Polvo Eres", de Betto. Periódico El Espectador, 21 de febrero de 2012.

Por favor,hacer vídeos sobre casos de inseguridad y mandarme el Link de Youtube para divulgar, muchas gracias. (sic)

Las anteriores palabras las dijo el expresidente Álvaro Uribe en su Twitter el día de ayer. Pidiendo a sus seguidores en la red social – quienes sobrepasan el millón; gracias, RCN, por estar tan pendiente del «Gran Líder», como ahora lo llaman (!) – que le faciliten imágenes de situaciones inseguras – aunque nunca especificó qué clase de imágenes le interesan; según eso, una pirueta de «Jackass» sería perfecta según sus parámetros -, Uribe se ha asegurado un ingreso de excusas para apoyar su «tesis» que reza que, desde que dejó el poder, el país es mucho más inseguro. Una auténtica falacia, pero así funcionan los viudos de poder.

No hablaría de Uribe si no fuera un ejemplo perfecto para mi tema de hoy, que es la oposición política – un tema que desde hace un par de años vengo prometiendo escribir… -; el hombre que catapultó al actual presidente a la posición de Jefe de Estado es hoy en día su más acérrimo opositor. Así son las cosas en el intrincado, y a la vez fácil de comprender, mundo de la política.

Una oposición bien establecida mantiene a un gobierno, sea de Estado o en cualquier circunstancia donde haya una estructura jerárquica, en línea con los deseos de lo que los subordinados entienden como su bien. La necesidad de ser ilustrados prevalece, desde luego, como en otras situaciones donde decisiones deben tomarse y comprenderse, sobre todo. Hay una máxima inglesa que reza «ningún gobierno puede mantenerse sin una oposición fuerte y decidida».

La oposición en la modernidad no es, como infinidad de otros conceptos, lo que debería ser. Entendiendo un Estado como un conjunto de instituciones que permiten a una nación funcionar adecuadamente, una oposición política ideal sería aquella que fuera constructiva en sus críticas; una que, mediante una auténtica vocación de servicio, ayudara al partido – o «clúster ideológico», como ahora parecen ser – gobernante a salir adelante por el bien de la comunidad, por la cual, después de todo, todo esto está edificado.

Fijémonos en una democracia parlamentaria… digamos, la española. Bajo este sistema se supone que el alcance del poder, entendiéndose como la habilidad de hablar, ser escuchados y tomar decisiones, se encuentra más cercana a la de un individuo del común. Sólo basta pertenecer a un partido político, sobresalir y, de acuerdo a la acogida que tenga en el pueblo, obtendrá determinado número de escaños en el parlamento. En un escenario ideal, los partidos que ahí se encuentren pueden formar foros de discusión constructivos para determinar qué curso debe tomar un país para que TODOS se vean beneficiados. Por supuesto, esto no ocurre así, y el ejemplo español es perfecto. Una plenaria parlamentaria española es un conjunto de comentarios incendarios y críticas destructivas que buscan hacer daño al «contrincante», porque esa es la imagen que se tiene de los demás partidos: un oponente. El respeto, como lo dicta la naturaleza humana, se pierde con demasiada facilidad, y desde el punto en que se pierde todo va cuesta abajo…

El orgullo, traducidos en los deseos de vencer, son el gran cáncer. Pocas veces se ve traducido este sentimiento como altruismo, un sentido patriótico. No. Eso es sólo semántica. Lo que realmente atrae es el poder. El poder de dirigir a las masas. La oposición ofrece un tipo de poder más manipulador, más irresponsable, más negligente. A un opositor no le cae ninguna responsabilidad de nada. Se mantiene a un costado haciendo señalamientos que le resulten convenientes. No tiene nada que perder siempre que mantenga su oposición en el plano retórico, esto es, donde sólo discusiones sin sentido pueden darse a lugar. Como ocurre con Uribe y sus partidarios, quienes sólo señalan una crecida violencia y blanden esto como excusa de que las cosas están peor desde que abandonaron el poder hace casi dos años. Claro, si hacemos los actos violentos más visibles al público existirá una percepción de que ha aumentado. Los hinchas número uno de los violentos se han vuelto, precisamente, los uribistas; cada acto de violencia resuena en las voces de estos personajes, cuestión que siempre han perseguido para llevar miedo y terror a la población…

Al opositor moderno sólo le interesa ver a su contrario caer en desgracia, incluso si eso signifique ver a su Estado, su nación, caer en llamas.

Con esta entrada – y después de muchos años -, doy por cerrada la primera fase de mis entradas políticas. Digo primera fase porque estas tres – de izquierda, derecha y esta misma – fueron las que yo quise escribir desde un principio. Quizá salgan más conceptos que valdría la pena tratar, bien sea por iniciativa propia o porque alguno de ustedes me lo sugiera, por lo cual, desde luego, estaría encantado de hacerlo.

También, y ya que estamos como en una especie de catarsis, quisiera compartirles que este nuevo envión que me dio por escribir está siendo sumamente productivo pues me hace recordar nuevamente mi gusto por la escritura, además de que, con mi ingreso a la blogósfera, puedo visitar aquellos rincones que tanto me han llamado la atención; unos, por tristeza, han desaparecido, otros han cambiado, y otros permanecen ahí. Espero, pues, que esto dure por siempre.

Del respeto (y la admiración)

•marzo 6, 2012 • Deja un comentario

A veces se me olvida que este es un país de doctores. Quien tiene un porte distinguido es de inmediato objeto del apelativo «doctor», sin siquiera examinar de cerca la trayectoria académica del aludido; incluso hoy, camino a una reunión, una señora indigente  se me acercó y me suplicó «doctor, una monedita, por favor…»

Cuando recuerdo esa necia costumbre que tanto nos identifica, recuerdo también la alergia que me produce llamar a otro «doctor», así sea médico, así sea doctorado en alguna ciencia o filosofía, porque siempre he estado seguro que el respeto – o la manifestación del mismo – no puede ser algo tan superfluo y perecedero.

Fue entonces cuando recordé un texto que había leído hacía algunos años y que hace poco recuperé. Es la correspondencia entre dos hombres interesados en el diálogo y el repaso de temas que, en otras circunstancias, resultaría espinoso. Se los comparto a continuación:

Espero no piense que soy irrespetuoso por dirigirme a usted por el nombre que le ha sido dado, sin alguna referencia por la túnica que viste. Tómelo como un acto de homenaje y prudencia. Homenaje, porque siempre me ha impactado la forma en que los franceses evitan usar designaciones reductivas como Doctor, Su Eminencia, o Ministro cuando entrevistan a un escritor, un artista, una figura política. Hay personas cuyo capital intelectual viene del nombre con el cual firman sus ideas. Así es como los franceses se refieren a alguien cuyo nombre es su principal título: «Dites-moi*, Claude Lévi-Strauss»; «Dites-moi, Jacques Maritain». Usando el nombre de la persona es una manera de reconocer una autoridad que tendría incluso si no se hubiese convertido en embajador o miembro de la Academia Francesa. Si fuera a dirigirme a San Agustín /y ruego que no confunda la extravagancia de mi ejemplo con irreverencia), no lo llamaría «señor obispo de Hipona» (porque hubo otros señores obispos de Hipona después de San Agustín), lo llamaría «Agustín de Tagaste».

Acto de prudencia, también dije. En efecto, lo que se nos ha pedido a ambos podría resultar incómodo – un intercambio de opiniones entre un lego y un cardenal. Podría parecer que el punto es que el lego solicite opiniones del cardenal en su papel como príncipe de la Iglesia y pastor de almas. Tal cosa constituiría una injusticia, para el solicitante así como al solicitado. Mejor que desarrollemos nuestro diálogo en la forma en que el periódico nos juntó – un intercambio de ideas entre hombres libres. Inclusive, al dirigirme a usted de esta forma, pretendo minimizar el hecho de que sea usted considerado un líder de la vida moral e intelectual, incluso por aquellos lectores que no está comprometidos a ninguna creencia o enseñanza diferentes a la de la razón.

* En francés traduciría «dime», una forma bastante informal de pedir la opinión, y en contados contextos incluso sería considerado grosero.

El díalogo fue convocado por el diario italiano Il Corriere de la Sera para conocer la opinión de dos reconocidos líderes de opinión en temas como el apocalipsis, el aborto, el origen del hombre, entre otras cosas. El «lego», como se hace llamar a sí mismo, es Umberto Eco, escritor y académico, y su contraparte es Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán y, hasta hace unos años, considerado uno de los posibles sucesores de Juan Pablo II en el trono de Pedro.

Con este fragmento de la correspondencia quería resaltar precisamente el respeto que se mantienen ambas partes – pues las cartas del cardenal también refleja eso – independientemente de sus títulos, sino sólo por sus logros, en este caso intelectuales, con plena conciencia de ellos y no ejecutado por algún juicio a priori expresado por algún adjetivo untado de torpeza, quizá «doctor».

Y es que el respeto es una cuestión integral: el respeto a las leyes, a las normas, a las personas. Uno no puede ser respetuoso selectivamente o particularmente con alguna faceta de un código legal, o normativo, o por los diversos carices de una persona. El respeto, por ejemplo, en una pareja, es el cimiento categórico para el amor.

Cosa diferente ocurre con la admiración, que si se centra particularmente en ciertos elementos. Por ejemplo, el talento de Michael Jackson como artista e intérprete es casi inigualable, sin que otras facetas de su vida sean mucho más que reprochables, incluso condenables. El problema con este sentimiento, como ocurre con muchos otros, es que puede ser tan apasionado que llega a ser incluso tóxico e intolerante. «No concibo que alguien como ese tipo pueda ser admirado», dicen algunos, cuando probablemente expresan su desprecio en términos de respeto, y no de admiración. Pues así hay muchos ejemplos mucho más extremos y brutales. Nómbrenlos ustedes.

Porque, como diría Rousseau, siempre ha sido más valioso tener el respeto de las personas, antes que su admiración.

Crisis

•febrero 28, 2012 • 2 comentarios

De toda crisis nace una oportunidad, aseguró en alguna ocasión Albert Einstein. Su mensaje, plagado del optimismo que le caracterizó cuando opinaba de diversos temas no relacionados necesariamente con la física, es incluso un cliché en el mundo empresarial, una frase de cajón en la vida cotidiana y un éxito para crear imanes destinados a la nevera de alguna venerable anciana.

La verdad sea dicha es que la máxima del celebrado Nobel alemán está incompleta; la oportunidad se cosecha de las crisis, verdad, pero con unos requisitos que con constancia eluden el entendimiento humano: perseverancia, emprendimiento, confianza…

Estas condiciones se tornan incluso más elusivas si la crisis afecta a un grupo de personas de tamaño considerable. Entre más grande el grupo menos se asemeja a ese deseable cúmulo de colegas trabajadores enfocados en la prosperidad – común e individual – y sí se parece más al grupúsculo de hombres-masa al que tanto nos acostumbramos cuando, no sé, salimos a la calle a conducir, a caminar, a trabajar…

La verdad sea dicha es que el mundo vive en crisis. El tan citado término por esta época, superado en menciones quizá por el insoportable e irracional augurio del fin del mundo al final de este año, ha perdido todo su significado debido a su sobreuso. El hombre se ha acostumbrado a ver crisis a su alrededor y ha aprendido a convivir con ella. Ven en las noticias que un país europeo entrará en cesación de pagos en algún momento, siempre acompañada de la insalubre palabra, y se piensa, incluso en un ámbito inconciente, «estamos en crisis…¿y?»

La crisis a la que me refiero no es aquella trillada y mediática expresión de que el dinero no está siendo usado como debería, sino que esa profunda depresión en la que nos encontramos nos cobija integralmente como especie. Un día un hombre despierta y se da cuenta de que no es la persona que quisiera ser y dice «debo remediarlo», pero por fuerza de costumbre nos hemos vuelto en una especie procrastinadora, que prefiere que el inexorable paso del tiempo determine el destino de lo que debimos tomar en rienda hace mucho.

La verdad sea dicha, quién sabe si en algún momento nos interesó tener el control de ese concepto metafísico que engloba la pregunta de «¿a dónde vamos?». Somos la especie dominante del planeta, sí, y a la vez tenemos la noción de que lentamente nos envenenamos – en el ambiente, en telebasura, en sentimientos indeseables… – y continuamos así, viendo un alud de comedias de situación y sintiéndonos así sea por casualidad identificados con los caricaturescos personajes, inspirados en la realidad, ese guarismo que ni la ficción más elaborada puede superar.

Pero sí hay una solución a esta crisis. Es una labor monumental, pues hablo de un daño que se ha arraigado en nuestro ser desde hace muchísimo tiempo, tanto que incluso nos llega a definir; una especie de pecado original, si quisiéramos hablar en términos más exóticos y aparentemente profundos. La solución es el sentido crítico y el desarrollo de un espíritu emprendedor; no hablo de moralidad, pues pocas cosas hay tan relativas – e igualmente trilladas – como ese concepto que en la actualidad parece adoctrinar más que normalizar. El sentido crítico y el emprendimiento se adquiere, eso sí, mediante la educación, corroboración, lectura, discusión, apertura de mente…

La verdad sea dicha, la verdadera crisis es que no sabemos cuál es la verdadera crisis.

Candidato

•septiembre 19, 2011 • Deja un comentario

Se aproximan las elecciones de octubre. Cada ciudadano hará valer su derecho al voto, máximo logro en las democracias modernas, para elegir a sus representantes y burgomaestres. Las avenidas se tiñen de los colores de diversos partidos políticos, los medios de comunicación hablan de los prospectos, y todo el mundo sucumbe ante la inquietud sobre quién es el adecuado para salir elegido.

Todo esto estaría muy bien si los candidatos – o debo decir, en general los que se encuentran ya ejerciendo – fuesen los hombres que este país necesita, porque, salvo unas pocas, poquísimas excepciones, hace muchos años que esto no ocurre así.

El gran logro de Occidente es el de llevarle el poder al pueblo, sí, sin duda alguna, y por ello agradezco enormemente a las personalidades del pasado que tanto lucharon por ese beneficio, pero, por un lado, está el pueblo moderno, ese leviatán de hombres masa, como el filósofo Ortega y Gasset los llamaría, es una multitud desinformada, con falta de educación e información útil – porque información hay, pero no una que pueda ser empleada eficazmente -, y por el otro están los aspirantes a ser elegidos para cargos públicos, quienes, en un país como Colombia, desafortunadamente, piensan en muchas cosas, y pocas veces se trata de qué es lo que más le conviene a su gente.

Es la falta de educación y el exceso de intereses personales, más allá de toda moral, los grandes errores de una democracia. La gente vota por aquel candidato que promete, según su punto de vista, el que más le convendría, pero ese concepto, «conveniencia», es tan ambiguo que elude el raciocinio de la mayoría, o, lo que es mejor, el nombre del juego en una elección. Los candidatos prometen el cielo, la multitud escucha y lega su voto en confianza, y lo que allí ocurre en adelante son misterios, escándalos que a veces salen en los periódicos y muy pocas veces cuestiones de las cuales nos sentimos orgullosos, cuando debería ser esta última la razón superior por la cual una persona ocupa una posición de privilegio en un Estado, o, lo que es lo mismo, proporcionarle bienestar al pueblo.

En otras palabras, los elegidos no deben ser aquellos que prometen lo que la gente quiere, sino aquellos con el carácter suficiente para conseguir aquello que la gente necesita. ¿Es acaso mucho pedir? ¿Debe ser entonces sintomático de una democracia entronar mequetrefes que se quejan por no poder pagar la gasolina de su carro, a pesar del sueldo exorbitante que recibe? ¿Debe ser crónico el escuchar a cada rato que las contrataciones públicas se ejecutan para el beneficio económico de una amalgama de individuos, y nunca para la población? Porque, al parecer, así es como lo dicta el ciclo sucesivamente.

Una democracia poderosa es aquella que se constituye de gente bien informada acerca de aquellos que van a elegir, y esa información supera en creces a la vaga noción que se tiene actualmente, que supone conocer el rostro del candidato, su partido y el número del tarjetón. Contar sólo con eso no es democracia, sino una payasada.

Escatología (II)

•septiembre 15, 2011 • 3 comentarios

Recurro con asiduidad a los pensamientos de Albert Einstein, no porque los considere una guía, ni mucho menos, sino que, como ya he comentado en innumerables ocasiones, las opiniones que pueda tener una persona, más si tiene un cierto brillo, una relevancia ineludible que lo torna en un individuo notable, pueden tenerse en cuenta para uno, ahí sí, elaborar una opinión propia, bien sea acatándola por completo, complementándola o bien derogándola con un punto de vista distinto. Eso, como nota al pie, es uno de los mayores valores del periodismo de opinión.

Bien, pues decía que leo los pensamientos de Albert Einstein porque admiro cómo el físico alemán lograba emplear parábolas de su materia de estudio con otros temas de interés de la raza humana. Hay una en particular que siempre me agradó, que cae maravillosamente bien como reflexión en esta época de malos presagios económicos, que reza así: «La fuerza más poderosa del Universo es el interés compuesto», siendo que los grandes poderes financieros son capaces de desangrar a los menos favorecidos por un porcentaje más elevado en el margen. La otra frase es mucho más famosa y supongo que recurriría en una enorme redundancia si la menciono acá, pero lo haré de todas formas.

«Las únicas dos cosas infinitas son el Universo y la estupidez humana. De la primera no estamos seguros».

La estupidez humana. Una carga que llevamos e inevitablemente ejercitamos como si de ir a un gimnasio se tratara. Es tan inherente a nuestra naturaleza que sería imposible si acaso concebir nuestra existencia sin ella, a pesar de lo mucho que despotriquemos de ella; si no fuera por ella este blog no existiría. Qué carajos, muchas otras no existirían

Pero divago. Sin duda, y como ya habrán deducido, esta entrada se origina por otra de las ocurrencias de esa ilimitada magnitud, de la cual ya hablé hace un poco más de un año, no siendo más que las que se refieren al fin del mundo. Yo imagino que los comentarios referentes a un escenario apocalíptico irán in crescendo según avancen los días y nos acerquemos a esa fecha tan maluca que es el 21 de diciembre de 2012 (compadezco desde hace un tiempo a los pobres que cumplen años ese día, mucho más si creen en las teorías del fin del mundo), por lo que este tema lamentablemente aparecerá regularmente en mis posts.

Como lo hice en ese entonces, señalo ahora la inseguridad que carcome a estos individuos, además de una crónica insatisfacción con su entorno. Las visiones del fin del mundo comparten un elemento en común, que es la presencia de un juicio a toda la humanidad, momento en que todos los pecados serán debidamente indicados y expiados. Todos los infieles – cifra que abarca la totalidad de la humanidad, pues todos somoos infieles de, créanme, más de una postura cosmológica – pagarán por su soberbia y pagarán por sus pecados, bla, bla, bla… Si se quisiera elaborar un estudio sociológico sobre esta comunidad proapocalíptica encontraríamos ínfulas de superioridad moral, dando clases de comportamiento basadas en un referente metahumano. Lo que también me da risa, además de muchas otras cosas, es que estas personas se creen preparadas para esa auditoría generalizada que ocurrirá en una fecha que el loco de turno considere conveniente.

Se sorprenderán al saber que yo también creo en el fin del mundo, pero ésta carece completamente de la parafernalia religiosa que adorna a todas estas teorías… bueno, salvo que encuentre mi fin en una explosión de una fábrica de fuegos pirotécnicos o algo por el estilo. El fin del mundo, para mí, será mi muerte. La mía. La de alguna persona que estime, fuera de darme muy duro, no anulará de inmediato mi existencia. Recuerdo cuando estaba en mi época de universidad es la que compartía salón de clase con un seminarista, y solíamos tocar todos estos temas, de cómo a mí me causaban tanta gracia y a él, que soportaba mis comentarios estoicamente, cómo le tocaba estudiarlas. Siempre fue interesante charlar con él porque, a diferencia de cualquier prejuicio, había mucho de racionalidad en sus pensamientos: sostenía que, a diferencia de lo que creen los deprimidos y alcornoques defensores de la «segunda venida», el libro de las Revelaciones cristiano no es más que un extenso, complejo y casi inentendible poema sobre la muerte del individuo; lo que están escritas en esas páginas no son más que, según él me contaba y sostenía en su personalísima opinión, los últimos momentos de la vida de Juan, el autor del libro, y que alcanzó a «detallar» en el Apocalipsis. Cosa curiosa, que supongo jamás llegó a imaginar el tocayo, si acaso existió, fue que su obra se convertiría en el thriller más exitoso de la historia de la humanidad.

Así que concluyo mi escrito de hoy con una sugerencia a todos aquellos que ven este escenario como algo posible – y esperado -: vivan la vida; quítense la sudadera, salgan un día a caminar, abran su mente a las razones y busquen aquellas cuestiones que les hagan felices. No sean tarados y abracen una mórbida y macabra edición de un mundo sumergido en las llamas, con «indignos» chamuscándose, o lo que sea que ustedes imaginen que será el final. Porque de eso se trata todo eso, ¿no? De un mundo que ha ido a mal según su perspectiva, según su opinión. No sean estúpidos, por favor, pues, de empeñarse en serlo, no encontrarán techo a esa cualidad; bueno, al menos así lo decía Einstein…

Diez años, ¿y…?

•septiembre 11, 2011 • Deja un comentario

Una de las costumbres más antiguas de la humanidad es, cuando se cumplen determinada cantidad de años – bien sean múltiplos de cinco, o de diez -, rendir tributo a eventos del pasado que de una u otra forma han marcado el curso de la historia; esto aplica en un ámbito personal y, desde luego, mucho mayor.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 no son la excepción. Recuerdo que esa mañana un profesor de Termodinámica de la universidad profetizó minutos antes de que se estrellara el segundo avión que «cualquier estructura caería en esas circunstancias». Desde luego también lo sabían los perpetradores de la masacre, y luego todos asistiríamos  la inefable verdad, como si la CNN y las principales cadenas de pronto estuvieran pasando una película con costosos – y realistas – efectos especiales.

Diez años han pasado, sí, y han pasado muchas cosas. Más atentados ocurrieron y varios enfrentamientos bélicos tuvieron lugar, extendiéndose hasta el día de hoy y quién sabe hasta cuándo. Un periodista también predijo que, tras ese ataque, el mundo se tornaría a la derecha del espectro político. Cuánta razón tenía…

Como es costumbre en estos célebres aniversarios, los análisis se disponen para ver en realidad cuánto han cambiado las cosas. Muy Bien. Para no desentonar, acá les comparto el mío.

El poder de Estados Unidos ya no es incuestionable. El mundo aprendió que el orgullo herido de este gigante puede convulsionar al globo entero, pero que definitivamente no es invencible. Las guerras en Irak y Afganistán han costado en conjunto más de dos billones de dólares – eso es un 2 seguido de doce ceros -; sólo cuatro países en el mundo, además de E.E.U.U., tienen un Producto Interno Bruto anual tan elevado. Las víctimas del atentado rondan los tres mil; en el Medio Oriente la cifra roza los horrorosos 150.000.

Las cifras son muy dicientes, es verdad, pero nunca olvidemos que los estadounidenses, en cabeza del entonces presidente George W. Bush, declararon una guerra abstracta y etérea contra el terror. Es como querer plantearle un combate al odio, o a la conveniencia, o a cualquier otro concepto, salvo que esta no fue una pelea idealista – aunque sí de ideales -, sino una guerra convencional contra un enemigo que no cuenta con un ejército regular sino con adeptos fanáticos que pueden provenir de cualquier lugar. La guerra contra el terror, pues, se enfocó en la destrucción de cualquier intención e iniciativa de atacar a los Estados Unidos alguna otra vez. Quieren de vuelta la paz y la tranquilidad, pero, como diría un célebre personaje de caricatura, «entablar guerras por la paz es como copular por la virginidad».

Hubo crisis, también. Una económica. Aunque no tenga una relación frontalmente directa, sí es una situación que debía presentarse tarde o temprano – recomiendo para ello el magnífico libro del premio Nobel de economía Joseph Stiglitz, «Caída Libre» -. Los países más desarrollados sostienen deudas, valga la redundancia, insostenibles, y gracias a la globalización, ese fenómeno que nos ha traído tantas cosas buenas y malas por igual, todo el mundo lo sufre, algunas partes más que otras y unas que les prestan más atención que otras, porque, digamos, ¿a una madre de Somalia qué le interesan las variaciones de los índices bursátiles en las bolsas de valores? No creo que mucho, pero ese es tema para otro día…

No hay tranquilidad, definitivamente, porque, como dije antes, es una guerra de ideales. Pelea de religiones, de posturas, de civilizaciones. No es raro que fenómenos como la xenofobia, el racismo o la intolerancia de credos se haya disparado hasta las nubes en estos años. La misma Europa lo sufre, así como lo hacen a su vez los E.E.U.U. Así que, mientras miles de soldados se encuentran apostados en un punto en el medio de la nada esperando entablar un combate que quizá nunca comprendan a cabalidad, los ciudadanos de a pie viven su propia guerra contra la incertidumbre y la intranquilidad; de que quizá el vecino, el amigo del amigo o el que esté sentado al lado en el bus tenga pensamientos diferentes, unos que quizá no concuerden con los propios y, por ende, potencialmente peligrosos.

Esa, mis amigos y amigas, es la verdadera guerra contra el terror.

Si me preguntan a mí, los Estados Unidos perdieron esa dichosa guerra pensando que se trataba de un atentado con un objetivo físico, como las Torres Gemelas y el Pentágono, y que las pérdidas humanas, aunque lamentables, serían honradas con el levantamiento de monumentos, de homenajes y de recuerdos. No. Esta guerra se perdió porque nunca se comprendió su significado, porque el terror, por lo menos este tan particular, no se combate así. Se combate limando asperezas, recortando brechas y expandiendo la tolerancia. Lo que se han hecho en estos diez años ha sido perfectamente lo contrario: una deshumanización del espítitu del hombre, radicalizando odios y enfocando esfuerzos para el exterminio de un enemigo, aunque este sea de hecho invisible e intangible, como si se tratara de una guerra convencional.

Han sido diez años desde el 11/09/01, y temo, en lo personal, que pasarán muchos más homenajes sin que la situación pare de empeorar.

De bárbaros

•agosto 11, 2011 • Deja un comentario

El concepto de violencia es, de por sí, uno allegado a los instintos más básicos y primitivos de cualquier especie viviente. La violencia se ejerce, por un principio biológico y salvaje, contra aquel que se encuentra menos aventajado; llevar una acción violenta contra alguien más fuerte acarrea otros apelativos que seguramente serán sinónimos de «heroico» o «loable», pero aún así siempre encontraré reprochable toda acción violenta, así se alegue la ausencia de otras alternativas.

El día de hoy vuelvo por un tema de actualidad que me ha dolido bastante y, aprovechando este envión de inspiración para retomar el sano hábito de la escritura, me sumerjo entonces él y dejar en claro mi posición.

La violencia de género es una materialización de la irracionalidad – generalmente masculina -; un hombre desespera y golpea a una mujer que, por una u otra razón, lo sacó de quicio… o ni siquiera eso. Un hombre así, por tanto, carece de ciertas facetas para convivir en sociedad y debe ser reprochado y repudiado públicamente hasta que demuestre que desea enmendar ese terrible rasgo.

Hernán Darío Gómez, el entrenador de la Selección absoluta de fútbol colombiano, golpeó esta semana a una mujer tras mantener una discusión con ella en un bar. La opinión pública expresó su repudio ante este hecho, exigiéndole su salida. Él, un poco tarde, la extendió al cuerpo directivo de la Federación. El tema de su renuncia se mantiene aún por discutir.

Es mi opinión que este sujeto no vuelva a entrenar a la Selección Colombia, o siquiera a un equipo de fútbol profesional en esta tierra hasta que demuestre una rehabilitación.

¿Por qué? Aunque es un tema completamente ajeno al aspecto deportivo, hay cuestiones que sencillamente no se deben ignorar de una persona, y hablo específicamente de aquellas que representan la integridad. Un hombre que se permite a sí mismo perder el control de esa forma – me preocuparía muchísimo más si se descubre que estaba en control cuando estos hechos ocurrieron – no es digno de asumir una posición de dirección. ¿Qué ejemplo da a los que dirige? ¿O a los que representa? Estos últimos seríamos todos aquellos que sentimos simpatía por el equipo colombiano y, por qué no, por el fútbol como un deporte.

Hoy caminaba por la calle y escuché a dos personas, seguramente compañeras de trabajo, hablar de su día. Una de ellas le contó a la otra: «el jefe no me mandó las cifras en toda la tarde y yo me puse como un ‘bolillo'». Las risas vinieron enseguida. Fue entonces cuando caí en cuenta que el respeto por este individuo ha desaparecido en una parte importante de la población.

Pero eso no es lo grave. Lo que me parece grave es que haya gente que quiera defender a Gómez, siquiera que siga en su puesto. La senadora conservadora Liliana Rendón afirmó que «algo tuvo que hacer o decir esa mujer para que ‘Bolillo’ la haya golpeado (…) Es que nosotros podemos ser muy tercas» – ¿Quién dejó a esta inepta ser senadora de la República? -. Algunos dirigentes del fútbol colombiano expresaron el apoyo a la continuidad de técnico, arguyendo que se trata de una cuestión «personal, mas no profesional».

Viendo estos descalabros de la razón es que empiezo a entender que este tema tiene un arraigo cultural bastante poderoso, y que la integridad del hombre y la mujer pueden reaparecer mágicamente gracias al poder de la semántica, como estos señores pretenden hacer con la de Gómez.

Sea lo que sea que ocurra, ante mis ojos este sujeto ya no tiene una incompetencia profesional – siempre lo consideré un técnico mediocre -, sino que su pobre catadura racional lo hace inapropiado a todas luces para ocupar un puesto de tal magnitud. Que se vaya. Y concluyo al decir que es de bárbaros extender apologías a sus acciones.

Facha & Mamerto

•May 19, 2011 • Deja un comentario

Dice Umberto Eco, con la sapiencia que lo caracteriza, que para considerarse uno mismo tolerante debe primero trazar los límites de lo intolerable. Hay quienes por obra del prejuicio ubican esta frontera muy próxima a lo que su entendimiento le permite; aquello que concibe como preconcebio e, incluso, axiomático.

También reza el viejo cliché que los extremos, al final, se parecen; algunos discuten que, aunque esta semejanza carece de profundidad, sí hay un terreno común en la forma, en el mismo método. Leía hace unos días un artículo en El País de España donde se repasaba la creciente preocupación que hay en los países europeos sobre el auge de grupos de ultraderecha, incluyendo el país ibérico; se hacía la salvedad de que, en el particular caso español, muchas personas que se decían a sí mismas «socialistas» o de ideologías de izquierda conjuraron todos sus problemas e inconvenientes en todo aquello que la ultraderecha promete combatir – inmigración, libertad de cultos y de pensamiento – y por ende terminan simpatizando con estas agrupaciones.

Pero tal vez me desvió del tema. Desde hace unos años, Colombia ha vivido un radicalización del discurso político debido a una desnaturalizada lucha de ideologías a ultranza, encarnadas en un sector conservador compuesto por el uribismo y un laureanismo en auge, en contraparte por una amorfa y desunida izquierda políticamente correcta – lo siento, pero en este espacio de opinión se juzga que ni las guerrillas ni las bandas criminales constituyen un marco político verosímil, al ser vistos como simples criminales -. La radicalización ha venido de la mano con una inevitable alienación de todo aquel que piense distinto, tachándolo de lo que en el extremo político sería su opuesto o, puesto en términos más mundanos y cotidianos, un facha o un mamerto.

La expresión «facha», así como su grafía, tiene sus orígenes en la España de mediados del siglo pasado; un término que se deriva de fascio, un símbolo de poder en el antiguo Imperio Romano que precisamente el Partido Fascista Italiano pretendía emular. Por supuesto, todos los simpatizantes de Franco y de la Falange Española llevaban como sobrenombre este término, el cual también funciona como diminutivo de fascista. Ahora, acá en Colombia hubo un conato de fascismo precisamente en 1950, cuando subió al poder Laureano Gómez, un entendido de la ideología de Mussolini, de Hitler y, en menor medida, de Franco, del cual era amigo íntim; Gómez pretendió instalar un movimiento fascista en el país convocando a iniciativas tales como la repetición de una «noche de los cristales rotos» en Bogotá o la carnetización de los ciudadanos. Laureano se ausentó del poder año y medio por enfermedad en 1951, cuando llevaba poco menos de un año en el poder, para volver en 1953 sólo para que al siguiente mes recibiera un golpe de estado – golpe de opinión, si lo prefieren, pues se asegura que no se disparó una bala – por parte de Rojas Pinilla. Gómez se exilió en España, años después daría inicio el frente nacional y hasta ahí quedó el fascismo colombiano. Para algunos, sin embargo, esas corrientes están volviendo ahora en cabeza de algunos líderes de opinión, abanderados de la derecha extrema. Todo aquel que comulgue con estas ideas es tildado de «facha» como si fuera un término novedoso… el tipo de término que emplearía un mamerto.

La expresión «mamerto» sí es autóctona colombiana y se empleaba en la época en que mis padres fueron a la universidad, es decir finales de los 60 y principios de los 70, años en que las revoluciones estudiantiles se expandían como una ola por todo el globo, exigiendo paz, amor y tranquilidad. En aquellas mentes románticas e idealistas fueron a parar las ideas de Marx, de Engels y muchos otros, quienes también compartían ese amor por los anhelos inalcanzables, y, ¿qué más inalcanzable que el estado comunista marxista, verdad? En aquellos años los «mamertos» no eran otros que los muchachos universitarios – hijos de «papi y mami», como dirían peyorativamente – que promulgaban las ideas socialistas, con el manifiesto y el libro rojo bajo el brazo, siendo vistos como individuos irresponsables e ingenuos y, por ende, de poca credibilidad. Hoy, el término «mamerto» significa casi lo mismo, sólo que no respeta gradación de ningún tipo, llámese estrato, género, etc., y en lugar de ser visto como el tipo curioso de ideas locas se ve como el tipo peligroso de ideas locas, un tipo que debe ser señalado implacablemente como aliado de las guerrillas comunistas y enemigos del estado de derecho. Todo aquel que piense en contravía de términos hoy ambiguos como «patria», «seguridad» y «honorabilidad» es nombrado mamerto… el tipo de término que utilizaría un facha.

Y, por supuesto, estamos los que estamos en medio, los que, independientemente de creencia, compromiso político o indiferencia, nos da igual esos términos, pero igual somos señalados indiscriminadamente por fachas y mamertos como mamertos y fachas, uribestia o guerrillo, paraco o izquierdoso, o lo que sea. Todo esto lo escribo desde una preocupación completamente superficial, porque sinceramente me da igual si un enajenado me ubica en uno u otro lado porque, ahora sí en mi opinión, un facha y un mamerto son aquellos que no razonan, no piensan, no ven más allá de sus narices las auténticas problemáticas de una nación acomplejada por una lucha intestina inútil y por muchas otras cosas. En eso se terminan pareciendo el facha y el mamerto.

Y a ninguno lo tolero.

El caído

•May 2, 2011 • 2 comentarios

No han sido pocas las veces en las que he escuchado, leído o visto cuando dicen que la necedad se cura con la muerte. Una frase extrema, sin duda. Bárbara, añadiría yo. Tampoco han sido pocas las veces en que de estas posiciones extremas se suelen sacar vestigios de sabiduría, y siempre me cuestioné si la afirmación de que una obtusa posición sólo se resolvía mediante un final forzado era uno de esos casos.

Ayer, como todo el mundo sabe – o fue informado, para mayor exactitud -, cayó Osama bin Laden, «el enemigo número uno de Occidente», un título un poco exagerado, si se tiene en cuenta que en la mayoría de países occidentales, como este, esta noticia fue como una curiosidad, cuando sin duda en otros, como Estados Unidos, España o Gran Bretaña, donde el flagelo del terrorismo perpetrado por Al Qaeda se sintió con el mayor vigor, sí fue celebrado su deceso. Pero esa discusión es irrelevante ahora.

Un fanático confeso, portador de la llama de la guerra y de la muerte para todo aquel que no compartiera sus ideales, bin Laden mató y murió por el acero. Esta coincidencia es divina, aseguran algunos, en especial aquellos que siempre vieron en su cacería la reivindicación religiosa de una nación que se sintió herida y humillada por su atrevimiento. Las muestras de júbilo de ayer que vi en los Estados Unidos, cuando la gente gritaba «¡USA! ¡USA!», son evidencia suficiente de un grito que se encontraba ahogado desde hace casi diez años, desde la caída de las Torres Gemelas. Esas celebraciones las suponía yo históricas, dignas de novelas ubicadas en la antigua Roma, donde los generales victoriosos exhibían a los bárbaros derrotados, vivos o muertos, ante la turba sedienta de venganza, en renombrados triunfos como los de Escipión el Africano o el mismo Julio César.

Entablé el «humilde» paralelo con la caída del Mono Jojoy, quizá el mayor enemigo de la paz en Colombia, y la caída de bin Laden. En la cuenta de Twitter de El Tiempo, el diario de mayor circulación nacional, se preguntó «¿cómo están celebrando en sus oficinas o sitios de trabajo la caída del Mono Jojoy?». Como buenos bromistas que somos los colombianos, de inmediato empezaron a aparecer burlas a forma de crítica tras esta falta de tacto que, en últimas, buscaba indagar en la celebración de un ser humano; un desgraciado y sanguinario ser humano, pero ser humano al fin y al cabo. Los de El Tiempo extendieron disculpas inmediatamente porque existía ese consenso general en el que se acordaba que, si había algo que nos separaba de los terroristas, era nuestra capacidad de sentir compasión, o al menos aspirar el tenerla.

Con la muerte de bin Laden no vi eso. Ni un reproche, ni una palabra de indignación por la forma en que se celebraba la muerte. Entiendo que el júbilo puede aparecer, pero es justificable si se entiende desde el punto de vista en el que se entiende que la justicia, ese concepto tan abstracto que a veces se vuelve inentendible, al fin llegó. Pero no. Lo de ayer, y lo de los días por venir, sí fue una celebración por su muerte. El día de ayer y el de hoy escudriñé a través de las páginas de algunos medios de comunicación estadounidenses y pude leer titulares de primera plana como «ROT IN HELL!» («¡Púdrete en el infierno!») o «You got what you deserved» (Obtuviste tu merecido), este último acompañado de una foto de un rostro desfigurado supuestamente del terrorista, pero que declaraciones oficiales posteriores llevan a concluir que son falsas.

Mi conclusión ante todo este despliegue de rencor es que sí hay un componente religioso preponderante en todo esto, tal y como se han comentado en ocasiones anteriores. Osama bin Laden quiso que esta guerra se efectuara en un plano en el que el Islam batallaba contra los infieles, los hombres de diferente fe, y los estadounidenses aceptaron gustosos esa apuesta, disfrazada en retórica política en la que se pretendía librar al mundo de Al Qaeda, pero, para mí, el júbilo de estos días despeja toda duda.

En ese campo, concluyo, que Osama tuvo su primera gran victoria. No es secreto que en estos diez años el odio anti musulmán ha crecido exponencialmente entre los estadounidenses. Recuerdo cuando la esposa de mi tío, ella estadounidense, quiso ir a cambiar las placas de su carro, matriculado en Carolina del Sur. El logo de este tradicional y conservador estado de la Unión ha sido desde el siglo XVIII el de un árbol bañado por la luna en cuarto creciente. Precisamente las placas actualizadas contemplaban ese logo, pero ella, horrorizada, no las aceptó, sentenciando que «that moon is from Islam«, recordando el reconocido símbolo religioso de los musulmanes… Este ejemplo mundano se suma al de muchos otros más trascendentes, sin duda. El imaginario islámico entre los estadounidenses es el de terror, guerra y muerte; una contienda en la que valores religiosos buscan sobreponerse uno al otro. Obviamente hay casos en que los estadounidenses comprenden el deseo de la mayoría de los musulmanes de convivir pacíficamente, y yo esperaría con optimismo que este sentimiento aumente.

Al ser bin Laden un soldado de la rama más extrema del Islam es evidente que no representaba a toda esa colectividad. Ello es obvio. Pero, pregunto, ¿qué sentirá un árabe al ver que precisamente el enemigo de este terrorista le tiene desconfianza, o que incluso lo odia simplemente por ser musulmán? Esos sentimientos van en contravía de la convivencia pacífica, y pueden llegar a alienar a los islamistas otrora moderados hacia el extremismo. Las razones son muchas, pero la principal es que desde el principio esta «batalla contra el terror» estuvo mal planteada.

Es aventurado predecir qué va a ocurrir ahora. ¿Habrán más atentados? Quién sabe. Seguramente Al Qaeda intentará causar más terror en su irracional y visceral forma de llevar el mensaje del Islam. Con Osama bin Laden caído vendrán otros a reemplazarlo, emplearán su figura como la de un mártir y usaran esa propaganda a su favor. Sólo un rigor estructurado puede desmontar esta peligrosa red terrorista.

Sin embargo, las celebraciones siguen. Los estadounidenses festejan una muerte, quizá como si significara el fin de la guerra, o sólo por el simple hecho que representa su enemigo derrotado, el hombre que eludió una búsqueda implacable por más de dos décadas. Seguirán exigiendo la caída de más enemigos. Más sangre. De lado y lado. Seguirán, entonces, enfrascados ambos enemigos en su particular y macabra yihad. Pero, ¿hasta cuándo?

Celebraciones en Ground Zero en la noche del 1ero de Mayo.